martes, 2 de marzo de 2010

La vida (no) es bella

Se estaba consumiendo en su lecho de muerte, junto a sus seres queridos que lo habían acompañado toda la vida. Su mujer le tomaba la mano, ahora una mujer vieja y loca, que nunca le había amado, yéndose con otros de escondidas de jóvenes, susurrando detrás suyo de mayores. Se lamentó no haber podido cuidar y estar más por sus hijos cuando pudo hacerlo. Ahora ellos estaban viendo cómo su padre se consumía. No podría decirse que se alegrasen de ello, pero tampoco era algo que les apenara, como padre había estado más bien ausente y se había pasado la última parte de su vida siendo prácticamente una carga para ellos, era casi un alivio que se fuera el viejo de la casa. Además, dejaría una buena herencia a la que echar mano. De sus cuatro nietos solamente uno estaba presente, los otros tenían mejores cosas que hacer. Sus amigos, todos estaban o muertos o los había perdido siglos atrás.

Toda su vida había soñado con un futuro mejor, como si el presente solamente fuese un fantasma al que el Tiempo terminaría resquebrajando y mostrándole una vida maravillosa porque, estaba seguro, él había venido a ser feliz, a salir por la puerta grande entre aplausos, porque de otra forma la vida sería demasiado cruel. No puede ser todo tan miserablemente triste. Pero entendió que, al final de todo, puede serlo. Que, al final de todo, lo único que cuenta y que merece la pena es a quién amamos y cómo lo hacemos.

Se lamentó de la vida que había tenido. Nunca se la había tomado en serio, nunca se había planteado que lo que tenía era todo lo que tenía, y que no iba a conseguir nada más. Nunca entendió que los sueños, como decía Vicente Gallego, eran como alas de una mariposa que, al tocarlas el hombre, se deshacen. Nunca entendió que la vida era irreversible. Nunca entendió nada de la realidad.

Y, en una imposiblemente profunda sensación de impotencia, lloró de rabia de no poder volver a empezar, de enmendar los errores cometidos, de vivir de otra manera. Y, hundiéndose en una tristeza eterna, se preguntó qué habría sido de aquella chiquilla que conoció de joven. Entonces, murió. Y en la cama solamente quedó un corazón roto para siempre.

Y los errores no fueron enmendados y el tiempo perdido no se recuperó. Nunca jamás.




PD: Entrada número cien.

1 comentario:

Dorian dijo...

Vaya, me has alegrado el día con esto.

Pedazo de hijo de puta.

PD: Me ha gustado mucho en general. Y gracias por la frase del tal Gallego, la usaré alguna vez =p