Cuando Jim entendió que no podía seguir viviendo en los sueños, que debía bajar a la realidad para ver realmente qué tenía, se encontró en medio de una ciénaga que emanaba olor a putrefacción y muerte, a desesperación y agobio. Pero Jim tomó la decisión más dura de su vida, una que jamás creía que tomaría, que jamás había soñado siquiera que tuviese el valor para hacer lo que iba a hacer, pero es que Jim ya no tenía ganas de volver a su mundo de piruletas, y decidió que se pasaría un tiempo en la ciénaga.
Intentó varias veces volver a su mundo, pero el amargo olor a desgracia no lo abandonaba por mucho que lo intentase, y entonces sucedió que, sin pensar demasiado en ello, cogió sus sueños con las manos y empezó a rasgarlos, a apuñalarlos mientras lloraba, como en trance, hasta que, al fin, todo él empapado de muerte y destrucción, de pie delante de todos los pedacitos de los cadáveres de sus sueños, otrora brillantes, bellos y mágicos como águilas de cristal, entendió que, en el proceso, él mismo había muerto.
Entendió que, como dijo H. Miller, por amor demasiado grande, cosa al fin y al cabo monstruosa, murió de sufrimiento. Entendió que había de meterse en la ciénaga hasta el cuello, que ese barro que bien podía ser diarrea del mismo Diablo lo envolviese por completo, que dejase de ser y empezase el viaje que ralmente importaba: el que se hace hacia dentro, hacia él mismo. Entendió que debía de ser así, para volver a renacer sin conocer ni amor ni odio y disfrutar.
Lo que no entendió es que, ese disfrute de la vida, por haberse adquirido de forma innatural, se convertiría en un veneno que tarde o temprano corrompería el mundo entero.
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