jueves, 20 de agosto de 2009

GR 83. El Fin; parte I

Parte I : Rising up

o De porque subir una montaña no es solamente subir una montaña


Me despierto y todavía los primeros rayos de sol aguardan detrás de las montañas, tímidos. Perodespertar no sería el verbo, más bien sería mi entorno el que se despertó, pues yo a duras penas había podido dormir más de un par de horas mal contadas ya que el Dios del Infortunio maniobró el dedo del Azar para que me rodearan, por ambos lados y en la litera de arriba, tres ronroneadores de la noche cómo nunca antes se habían visto -ni oído- por estos lares. Así, con unas ojeras nada despreciables y con el cansancio del día anterior afrontaba el reto de subir al Canigó.

Salí de la habitación de la muerte dirigiéndome al café que había preparado. Me eché un poco y me fui a por la leche. Pensé mejor. Retrocedí a por el café y llené el bol hasta arriba. Bueno, medio litro de café va a sacarme de esta pesadilla. Aproveché para desahogarme con los compañeros que conocí la noche anterior poniendo patas arriba a los señores -y sus madres- que jodieron nuestros bonitos planes de dormir, nos despedimos diciendo que nos veríamos arriba -lástima, no sería así y jamás los volveré a ver. Si supiéramos cuándo volveremos a ver la gente con la que nos despedimos lo haríamos de otro modo- y me fui a prepararme, rehice la mochila como buenamente pude, busqué el bastón que había escondido en las afueras el día anterior y partí.

Los primeros pasos, en la primera ladera delante del refugio, ya no presagiaron nada bueno. Titubeante, avancé con pasos lentos, pesados, cansados, temiendo los quince kilómetros que me esperaban, subiendo más de mil metros de desnivel con esos pies doloridos, pero la verdad es que poco a poco fui entrado en calor y cada vez me sentía más libre y notaba menos el dolor, llegando a desaparecer toda molestia en menos de una hora. El paisaje había ya cambiado, del bosquejo montañoso que fronterizaba con el refugio pasamos a un verde prado con una leve pero contante cuesta hacia arriba y más adelante, ya en la misma ladera sur del monte, el verde mutó poco a poco al marrón y gris de la piedra. El camino serpenteaba con ángulos cada vez más agudos hacia arriba, cruzando una y otra vez la sombra de la propia montaña, estremeciéndome de frío cada vez que el aire glacial se me clavaba como agujas de hielo en la cara y la piel y penetraba hasta los mismos huesos.

Subí, subí. Ya no recuerdo el tiempo que estuve subiendo entre las piedras, cada vez más grandes y con el camino más desdibujado a medida que iba subiendo. Hacia arriba, sin parar, mirando el suelo, cuidando de no poner mal el pie, resbalarme o cometer algún fallo estúpido que me hiciera caer por la kilométrica ladera semivertical armada con miles de piedras y demás, levantando la vista cada poco para ver si me desviaba mucho de la siguiente señal en el camino, o inútilmente ver si la cima se veía más grande que unas zancadas antes, siempre cargando con el bastón que había recogido varios días antes, que en estos momentos parecía ya de plomo. Otra vez prométete llevar un poema escrito en un papel y no un monstruo así, me repetía.

De pronto, cuando volví a levantar la cabeza del camino para enfrentarme a la cima por enésima vez, adiviné que algo había aparecido allí arriba. Dí algunos brincos por las piedras mientras me acercaba y alcé la vista otra vez, viendo lo que antes adivinaba, la cruz metálica que coronaba la cima. Eufórico por la descubierta, pues una cosa es saber que cada paso te acerca más a la cima y otra es verlo realmente, aceleré el paso, caminando entre las angostas piedras con más energía y, llegando, finalmente, a los últimos metros de la montaña, donde el camino se volvía cada vez más y más vertical hasta que se convertía en pared y las manos pasaban desde el segundo plano al que habían estado observando a ser el principal protagonista del cuadro. Me llevé el bastón a la espalda y lo sujeté como buenamente pude entre ella y la mochila y me dediqué a escalar ese último centenar de metros casi verticales hasta llegar arriba.

Es complicado explicar qué se siente cuando uno llega a la cima de una montaña. Diez -cómo pasa el tiempo- años antes ya había subido la Pica d'Estats y pensé que esa sensación de estar en lo más alto y ver que todo el mundo queda bajo tus pies había desaparecido de mi memoria, pero esta vez la experimenté otra vez y la recordé. No es un estallido de euforia, ni siquiera esa satisfacción silenciosa pero profunda del trabajo bien hecho, sino más bien una especie de paz y plenitud no tan con uno mismo como con todo el entorno.

Me senté a comerme el bocadillo rancio que me había hecho, grabé algo en el bastón, escribí cuatro palabras en un papel y lo doblé para meterlo en una pequeña ranura del trasto con el que había cargado tanto tiempo. Lo alcé y busqué un buen sitio para clavarlo. Al lado de la cruz, en un pequeño saliente, había entre las piedras un palmo de tierra en el que lo clavé todo lo que pude para después rodearlo con piedras. Si un capullo no lo tocaba, aguantaría la lluvia y el viento bastante tiempo. Desde aquí se veía todo el camino que había hecho durante largas horas, se podía apreciar toda la serpiente retorciéndose ladera abajo hasta donde llegaba la vista, perdiéndose también entre las últimas piedras cerca ya del tramo final. Estuve un rato sentado, respiré hondo y me levanté para bajar por la otra cara de la montaña, que prometía ser más asequible.

Joder si más asequible. El camino insinuándose entre el caos de piedras había desaparecido y en su lugar estaba un bonito trazo que bajaba suavemente por la ladera norte, tan suave que invitaba a despreocuparse de las alturas y aligerar el paso hasta ponerse a correr un poco, dejándose uno llevar por la gravedad. Y así lo hice. El cansancio y agotamiento huyeron en el momento en que emergió la agradable sensación de ligereza que proporcionaba esa inocente velocidad que conseguía uno dejándose llevar un poco. Después de la subida, donde uno tenía que medir cada paso, esa ligereza era lo más semejante a un chute de LSD. Sabía que mis rodillas iban a sufrir después por toda la carga que iban a tener que soportar, pero parecía que merecía la pena.

Y así estuve avanzando hacia abajo durante una hora, trotando como un niño y esquivando a toda la gente que quería subir a la montaña por este lado, ya que por el otro uno debe tener algo más de agallas. Era ya casi mediodía y el aire ya no era ese cuchillo glaciar de la mañana, ya era más esa caricia cálida que resbalaba por todo el cuerpo, lo que hacía que la experiencia fuese todavía más gratificante. Y lo fue hasta que, con el refugio ya a la vista, pasó que lo temí toda la bajada que pasara.

Hay instantes en que parece que el mundo se para y todo transcurre cien mil veces más lento, supongo que de golpe algo activa un chorro de adrenalina y los sentidos se superagudzan. Y es que sucedió que, mientras estaba bajando, ahora ya corriendo porque el camino parecía muy limpio, justo cuando estaba en el aire me dí cuenta que mi pie izquierdo no iba a poder aterrizar en ningún lugar seguro. El espacio en que podía ponerlo sin que me cayese estaba lleno de pedruscos astutamente dispuestos para que me torciese el tobillo sí o sí. Contemplé la posibilidad de hacer algo raro y solamente caerme de alguna manera y que la cosa no fuese más allá, pero no sé porqué, igual por esperanza igual por un sentido de la estética algo extraño, decidí que iba a intentar poner el pie entre dos piedras y rezar para no torcérmelo. No funcionó. El pie se dobló hacia arriba y hacia la izquierda y noté como una espada clavándose en el talón y subiendo hasta la ingle. Ahogué un grito en la garganta, maldiciéndome a la vez porque sabía que ahí se había terminado mi viaje, que ya ni siquiera podría volver a poner el pie en el suelo en largos días. Quién sabe porqué, no fue así. Dí un paso, otro, otro y otro y el dolor, pese a que presente, estaba como ausente, como si la torcedura de tobillo fuese un eco de algo que sucedió tiempo atrás. Me puse a andar a paso normal y las punzadas se fueron calmando todavía más. Intenté ponerme a correr de nuevo y a los pocos minutos desaparecieron completamente. Me convencí de que era gracias a que estaba en caliente, o que tantos días andando había endurecido las piernas o alguna historia así y me despreocupé totalmente.

Llegué al refugio y noté que estaba perfecto, me sentía más fuerte de lo que me había sentido en la vida. Quizá por ello, después de sentarme un poco en la terraza y beberme una clara bien fresquita, barajé las dos opciones que tenía: era mediodía, podía quedarme aquí y pasar la noche y al día siguiente bajar los veinte y pocos kilómetros que quedaban hasta Prada o bajarlos esa misma tarde, dormir como un rey en cualquier hostal de mala muerte que encontrara y coger el tren el día siguiente y, al fin, descansar como es debido.

Así pues, llené las cantimploras de agua, me acomodé la mochila y me dispuse a hacer los veintidós kilómetros que me quedaban esa misma tarde.

Lo malo, es que no pensé en el sol y los dos mil doscientos metros de desnivel que me alzaban aún de mi meta, un par de factores a los que no presté demasiada atención pero serían los factores que casi acabarían conmigo.


continuará...

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